Hoy, camino a mi trabajo, un anciano en silla de ruedas pedía dinero a los transeúntes acompañado de un nieto. A veces, una sola imagen dice más de lo que cualquier informe económico puede contar. En esta imagen vemos a una persona mayor y con discapacidad que debería vivir una vejez digna, segura y acompañada. Pero la realidad nos golpea distinto: ¿dónde está el Estado como garante de esa seguridad? ¿Quién vela por quienes ya dieron todo y hoy merecen descanso, cuidado y respeto?

Esta escena muestra también otra cara igual de dolorosa: su nieto, un niño que en lugar de estar estudiando está tratando de sostener a su familia. Se repite un ciclo que no debería existir. Porque sí, la educación es una de las grandes vías para romper la precariedad, pero el esfuerzo de las nuevas generaciones no basta si las instituciones encargadas de administrar esos recursos no los gestionan con responsabilidad. Cada año escuchamos sobre recortes, sobre falta de presupuesto, sobre “limitaciones”. Y mientras tanto, el peso de la mala gestión cae sobre los mismos: las familias vulnerables, los adultos mayores, los niños que merecen un futuro distinto.

 La gente critica el recorte, pero pocas veces se señala con fuerza el verdadero problema: la ineficiencia y el abandono institucional. Duele ver cómo los datos dicen que “la economía mejora”, mientras las calles cuentan otra historia. Una historia de desigualdad, de abandono, de hogares que sobreviven como pueden. Esta foto es solo un recordatorio de que detrás de las cifras hay vidas reales. Y que sin un Estado que asuma su rol con seriedad, la dignidad seguirá siendo un privilegio, cuando debería ser un derecho.